24 HORAS EN LA CÁRCEL DE MUJERES DE EZEIZA
Cucarachas, hay pocas. Ratas, ninguna. La Unidad 31 no parece una cárcel. Por fuera está toda pintada de rosa, y al entrar, cruzando el enrejado coronado de púas, lo primero que se ve es el jardín de infantes. Estamos ante el único penal federal habilitado para alojar madres con hijos. Aquí cumplen su pena 242 mujeres, y comienzan su vida 92 chicos.
Los pisos están limpios. El aire corre. Las celadoras (nueve por turno) se pasean tranquilas y desarmadas, con los uniformes ceñidos y los ojos pintados. La Unidad Penitenciaria Federal Numero 31, Nuestra Señora de San Nicolás, de Ezeiza, fue inaugurada en 1996 luego de un motín en la Unidad 3, hasta entonces, única prisión federal de mujeres. El motivo fue proteger a las embarazadas, pero también se trasladó a las reclusas de mejor conducta.
Adentro se trabaja, se estudia, se cría hijos. Hay respeto entre internas y autoridades, la atención médica es buena y la comida es comida. Pero también hay injusticias, carencias y códigos de cualquier cárcel. Y no se puede buscar consuelo en el hombro de una amiga, porque está prohibido abrazarse, o sentarse de a dos en una cama.
Bien temprano
A las 7 de la mañana se encienden todas las luces. Las chicas van saliendo de sus celdas sin apuro, para cebar el primer amargo del día. No usan uniformes ni distintivos, sino que visten su propia ropa, remeras y pantalones de jogging.
En el Pabellón Uno, la llamada zona VIP, las celdas están ordenadas, decoradas con fotos y equipadas con televisores. Allí viven las internas de mejor conducta, las que pasaron más de la mitad de su condena y obtuvieron la libertad transitoria.
Como Elena (28), una pelirroja alegre y extrovertida que no para de hablar ni para cepillarse los dientes. Está ansiosa por contar su vida y posa para la cámara como una modelo. Mientras hace su cama, cuenta que sale de prisión todos los días para asistir a la Facultad de Sociología. En Villa María, su pueblo natal, nunca quiso estudiar; prefería escalar montañas o volar con su moto. A los 16 se unió a un circo, donde brilló como contorsionista y empezó a acariciar un sueño: triunfar en Europa. Tenía 25 cuando le ofrecieron viajar a Ibiza llevando 600 gramos de cocaína. La tentaron los pasajes y 1.500 dólares, pero cayó en una vieja trampa de las organizaciones de narcotráfico. Mandan al mismo tiempo a un traficante grueso y a una mulita . Después hacen una llamada anónima denunciando a la mula , para distraer a la policía mientras el agente importante pasa con su valija llena de droga.
Elena fue detenida en el mismo aeropuerto y enviada a la Unidad 3, la prisión de máxima seguridad de Ezeiza. La 3 es temida por todas las presas. Tiene capacidad para 350 internas, pero alberga a más de 700. Tal hacinamiento provoca batucadas, quema de colchones y peleas sangrientas. Hasta las celadoras tienen miedo de ir; más de una pasó a retiro con la cara desfigurada después de una temporada allí.
Para ser trasladadas a la 31, las internas tienen dos caminos: conducta ejemplar o embarazo. Elena lo logró por su conducta. “Si no me traían acá, me mataban. Al lado de la 3, esto es un internado de señoritas”, dice. Después del desayuno, El Llavín, único personal masculino del plantel, abre las rejas de los pabellones para que las mujeres salgan a cumplir su labor del día. Muchas se dirigen al área de educación, que cuenta con ciclos primario, secundario y universitario. Además de variados cursos que van desde literatura infantil hasta yoga. Cualquier actividad es un alivio, comparada con las horas infinitas adentro de las celdas, donde la vista se daña por falta de distancia.
Hasta hacer la limpieza es un privilegio, porque se camina por todo el penal. Las que no estudian, van a trabajar a la cocina o a los talleres. Ganan un peculio (sueldo) de $ 2,37 la hora, pero sólo pueden disponer del 20%. El resto va a un fondo de ahorros que reciben al salir.
En el taller de tejido, donde se confeccionan los uniformes del personal, reina un clima de laboriosa concentración. Los telares murmuran y las mujeres callan. Y sus dedos se deslizan ágiles, siguiendo secuencias siempre idénticas, como si no fueran más que piezas del engranaje.
Dos de esas manos pertenecen a Mirta, una abogada penalista, acusada de ser jefa de una banda de piratas del asfalto a quienes defendió en su último juicio. Ella, acostumbrada a estar del otro lado, hoy espera entre rejas su turno para declarar ante el Tribunal. “Hay que hablar de la lentitud de la Justicia”, dice.
“Los penales están sobrecargados porque la instrucción es demasiado lenta. Tenés que esperar mucho tiempo para luego, quizá, salir absuelta. ¿Y quién te compensa el tiempo que pasaste acá?”
El 66% (692 procesadas) de las mujeres presas en penitenciarías federales no tiene condena. Pasan los días alojadas en los penales sin que la Justicia se ocupe de ellas. “Se ha invertido el principio de inocencia”, concluye Mirta “Aquí somos culpables hasta que se demuestre lo contrario.”
Una oportunidad
La audiencia ante el juez es el mayor anhelo de las procesadas. Es la oportunidad de probar su inocencia, pero también la instancia más dura de pasar.
A las dos de la mañana las recoge un camión de traslado. Las esposan de pies y manos y las pasean por otras prisiones bonaerenses, recolectando a más detenidas, sin comida ni bebida ni posibilidad de ir al baño. Cuando llegan al juzgado que se ocupará de su caso, las meten en la leonera . Se trata de una covacha subterránea en la que permanecen amontonadas, a oscuras y con una sola letrina, todas las presas que deban comparecer ese día. Veinte horas pasó allí Gladis (25) con su hijo en brazos. La muchacha tiene ojos huidizos y agacha la cabeza para hablar. Se retuerce un mechón de pelo teñido de rubio y cuenta que estaba embarazada cuando la detuvieron por secuestro extorsivo, hace más de dos años. Desde entonces espera juicio. Pero le tocó el mismo juzgado que a Chabán (imputado por la causa Cromagnon), y como él tenía prioridad, dice, el juez nunca la atendió.
Para dar a luz a su bebé, Gladis fue llevada al hospital de Ezeiza. Como no había ambulancia, llegó en plena labor de parto. Allí, asegura, se sintió maltratada por médicos y enfermeras que la despacharon enseguida de vuelta al Penal con su recién nacido.
Así comienza la vida de los niños de Ezeiza. Verlos correr por el pasillo del pabellón es un espectáculo que eriza la piel. Duermen en cunitas especiales o en las camas de sus mamás y van al jardín de infantes de la prisión.
Una de las maestras, que además de educadoras son agentes penitenciarios, explica a Viva las diferencias con el resto de los chicos: “Las inquietudes son parecidas, la curiosidad es la misma, pero el escenario los limita. Aquí todo tiene que ver con el encierro. Los chicos de afuera conocen las calles, los espacios verdes, el zoológico; por eso pueden jugar a muchas cosas. Acá juegan siempre a lo mismo: a la visita.” Los chicos de Ezeiza plantean un dilema. Qué es peor, ¿tenerlos encerrados o separarlos de sus madres? En 1997 una ley alargó de dos a cuatro años la edad máxima de retención de niños en un penal. La Unidad 31 llegó a alojar mamás con hasta tres chicos.
“La extensión de la edad no fue conveniente”, opina la Prefecto Hilda Silva, directora de la Unidad. “Aunque se le brinde todo: alimentación, educación y cuidados, el chico está preso y es consciente de ello. Lo único que escucha es no. ‘No toques, no salgas, no corras.’ Cuando los sacan, su reacción es conmovedora: cierran todas las puertas que ven. Adquieren las costumbres del entorno carcelario y desarrollan temor a los espacios abiertos.” Gladis se cepilla el pelo frente al espejo. Amaga una sonrisa pero tuerce la boca, vergonzada, quizá, por su falta de dientes. Se tira boca arriba y contiene la respiración para calzarse unos jeans ajustadísimos. Hoy le toca salir de penal a penal . Viajará con su hijo a la cárcel de hombres para encontrarse con su marido, preso por la misma causa que ella. El nene sabe que verá a su papá y se nota su ansiedad. No sabe hablar, pero se las arregla para que lo entiendan: grita y agarra de las rejas. Conoce a la celadora que tiene la llave y la ronda desesperado. Levanta los bracitos como exigiendo su libertad.
Sesenta y cinco mujeres viajan cada 15 días al penal de hombres. Las autoridades insisten en corroborar los vínculos entre presos, pero muchas confiesan que salen para encontrarse con extraños. Es el caso de María, una morocha de ojos brillantes, que se pinta los labios mientras espera el camión. “Una amiga me trajo una foto del compañero de celda de su marido y nos empezamos a mandar cartas. Hoy lo voy a conocer”, explica. Muchos de los embarazos de la Unidad se gestaron en la visita de penal a penal. En Ezeiza, ser madre es una garantía contra el mayor de los temores: el traslado. “Con tal de no volver a la 3, quedo embarazada hoy mismo”, dice María.
Rutina diaria
A las 12 llega el almuerzo. Una celadora recorre el penal empujando un carro cargado de ollas humeantes. Dos o tres chicas de cada pabellón deslizan un táper entre las rejas y lo recuperan lleno de polenta con tuco y carne, que reparten entre las de su rancho . Los ranchos son grupos de mujeres que se llevan bien entre ellas. Amigas, se diría afuera.
Para comer se juntan en las cocinas (cada pabellón tiene la suya), y conversan sobre temas como que la proveeduría está más cara, que tal chica salió al Juzgado y aún no volvió, que tal otra va por su tercer embarazo.
A las dos de la tarde (dos veces por semana) llegan las visitas. Norma (63), una mujer menuda, de pelo gris y espalda encorvada, que lleva 15 años presa, camina dificultosamente hacia el salón de usos múltiples. El corredor principal se hace interminable para su andar cansino, y parece que las paredes le cerraran el paso.
Cuando llega al encuentro de su hija, que le lleva comida, champú y pasta de dientes, la mirada vencida se le ilumina un poco, pero la comisura de sus labios siguen apuntando al piso. No todas las internas reciben visitas. Al caer presas, muchas pierden no sólo la casa y el trabajo, sino también los afectos. “Al principio te vienen a ver todos, porque es novedad.
Después, se olvidan de vos como de ir al cementerio”, dice Norma, resignada, y agrega: “En un penal de hombres, a la hora de las visitas, ves colas de mujeres: novias, madres, hermanas. En un penal de mujeres, la cola es corta… Y casi no hay hombres”.
El recuento
Después de la visita, hay un recuento y cada interna se para junto a su celda. Sólo falta Elena, la estudiante del pabellón uno, que espera a la salida para ir a la Facultad de Ciencias Sociales. Cualquier otra que no esté en su puesto será sancionada y puede ir a parar a los tubos : celdas de proporciones tan reducidas que casi no alcanza el espacio para tenderse de espaldas. Allí se encierra a las castigadas y se las deja hasta dos semanas recibiendo comida y agua por un minúsculo ventanuco por donde apenas entra el aire. “Al principio te volvés loca”, cuenta Elena, que lo vivió en carne propia: “Pegás alaridos, te golpeás contra las paredes. Después te terminás calmando, pero la cabeza no te queda igual”. De todas formas, los tubos no se usan con frecuencia. El recuerdo de la temida Unidad 3 de Ezeiza basta para apaciguar los ánimos. “Allí, la rata más chica te llega a la rodilla”, cuenta Elena. “Tenés que dormir en un colchón sucio, con pelos y manchas de menstruación, tirado en el suelo, entre cucarachas que se caen por las paredes. Así es como te denigran. Al hombre lo denigran a golpes; y a la mujer, a mugre.”
En las cárceles de mujeres también hay reglas no escritas. Las infantas , las que mataron a un menor de edad, son las que peor la pasan. Sus compañeras las castigan con pactos de silencio: nadie les dirige la palabra y al verlas les dan vuelta la cara. El tiempo pasa distinto puertas adentro. La tarde se estira perezosamente y parece no tener fin. Cada día, dicen, tiene 48 horas. El carro de la cena pasa a las seis y media. Hay sólo dos comidas diarias y algunas se quejan de que no les alcanza. Sin embargo no se ven mujeres muy delgadas. Las chicas insisten en que afuera eran flacas, pero el encierro las hizo engordar. “Por lo menos diez kilos”, aseguran, con las mismas caras de mártires que ponen para jurar su inocencia.
El cuidado del cuerpo queda muy relegado en un ambiente libre de hombres. Algunas se abandonan por completo llegando a prescindir de la ducha y el jabón. Pero otras no se dejan ganar por la desidia y piden a sus familiares esmalte de uñas y tintura para el pelo. Lo que sobra en la cárcel es tiempo, y muchas eligen dedicarlo al arreglo personal, convirtiendo los patios en pequeños salones de belleza.
Aunque los rayos del sol nunca entran, el ocaso se siente en todo el penal. A las siete se cierran los patios y los ánimos van decayendo, arrastrados por el crepúsculo. En los pabellones 17 y 18, las conversaciones menguan y las miradas se afilan. Es el sector de ingresantes, donde no hay celdas individuales, sino ambientes compartidos con diez camas marineras cada uno.
Allí no existe la privacidad y las mujeres no gozan de un solo minuto de soledad. La convivencia se pone brava. Algunas quieren charlar y otras dormir. Algunas quieren ver tele y otras llorar. Una hace pesas con una botella llena de agua, pero se le cae y se vuelca sobre la frazada de otra. Y tienen que verse las caras todo el día, todos los días, nadie sabe hasta cuándo.
La pica suele armarse por diferencias socioculturales. Se puede encontrar representantes de todos los estratos, desde las más humildes, hasta profesionales de buena posición y preparación universitaria. Adentro las llaman “las de la alta” y como son minoría, las agreden sin piedad.
“Te atacan por cualquier cosa”, cuenta Laura (26), una joven alta y estilizada, de rasgos finos, y ademanes delicados. “Hay mucha envidia”, explica con un acento que delata su origen social. “Porque tu familia viene a verte, porque tenés mejores zapatillas o porque sos flaca”. Laura es una programadora de azafatas sin antecedentes penales. Su caso dio mucho que hablar en Ezeiza, porque, explica, está procesada sin evidencia en su contra. La detuvieron sólo por el testimonio de una compañera que fue encontrada en el aeropuerto con 650 gramos de cocaína, pero por aplicación de la ley del arrepentido , que disminuye o elimina la pena de quien delate a sus cómplices. La azafata en cuestión, sobrina de un juez, involucró a cinco personas y salió libre. “Le pidieron nombres y dio los de cualquiera que conocía, como el mío”, asegura Laura.
Cae la noche sobre la cárcel y el aire se enrarece. Las paredes se enfrían y los ambientes se llenan de sombras. Con los talleres y el sector laboral cerrado, no hay nada que hacer más que esperar la oscuridad adentro de las celdas. Muchas mujeres dibujan un palito nuevo en un cuaderno que ya registra cientos y se dan las buenas noches con frases como “un día menos que debemos”. A las 11 comienza la hora del silencio.
En el pabellón Uno, Elena, que ha vuelto de la Facultad, deja un velador encendido para leer sus apuntes. En el sector de ingresantes, en cambio, no se permite ni una luz y las chicas aguardan acurrucadas en sus cuchetas el sueño que no quiere llegar.
“A la noche te agarra la desesperación”, explica Rosa, detenida al igual que sus dos hijos por elaboración de estupefacientes. “Es que se apaga la luz y se enciende tu mente para que pienses en tu familia.” Cuando me allanaron a mí me rompieron toda la casa”, interrumpe Zulma, acusada de robo a mano armada. “Y a mi mamá, que es viejita, le bajaron tres dientes.” “Yo tengo tres hijos que quedaron desamparados”, se lamenta Nélida, arrestada por llevarle droga a su marido preso en Devoto. “Y cada noche me pregunto si habrán comido.” “Yo tomo medicación”, confiesa Clara, con 22 años y 25 tatuajes “porque estuve seis meses en la 3 y me quedaron ataques de pánico. Como mi papá era policía, por poco me matan”. En algo coinciden todas, jóvenes y viejas, veteranas o ingresantes: “Al lado de la 3, esto es un spa”.
Las horas de la madrugada se deslizan apaciblemente en la Unidad 31, la cárcel para mostrar de Ezeiza. Las celadoras hacen periódicas vueltas de control, pero nunca se registran incidentes. Reina el silencio, tan sólo interrumpido por el llanto de los bebés. De pronto, un grito ahogado desgarra la oscuridad. Viene del pabellón uno. Adentro de su celda, Elena se levantó temblando. Tiene la cabellera revuelta y los ojos desorbitados. Una mueca de horror le deforma la cara. Pero mira a su alrededor y en seguida se calma. Respira hondo y explica con alivio: “Tuve una pesadilla. Soñé que me mandaban de vuelta a la 3”.
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