¡Arrrráncame la vida!
Soy un ferviente antinacionalista. Me apasiona el antinacionalismo. Cada vez que aparece la furia nacional embisto contra las patrias. Puede ser la patria argentina, la inglesa, la alemana, la iraní, la israelí, la chilena. En el mundial del ‘78 me encerré solo en un departamento de la calle Viamonte. En el ‘82 me encerré en otro departamento con la televisión prendida para ver cómo nos bailaban los brasileños y recibir el espanto de las noticias malvinenses. En el ’86 salí a la calle con una cacerola porque me dijeron que con la democracia se come. El otro día me fui de Buenos Aires y la pasé muy bien lejos del Colón, de los pabellones y el Cabildo. Desde la semana que viene desaparezco de la vía pública durante un mes, para sufrir en casa junto a la Selección y, si llegamos a ganar el Mundial, no me verán en la 9 de Julio. Mi amor por la Argentina no es un amor “nacional”.
El fanatismo es la última fase del poscapitalismo. Tiene sus antecedentes. En nombre de la religión se mató lo suficiente. En nombre de la nación, otro tanto. En nombre de la raza, ni que hablar. Por razones tribales otros millones. Por supuesto que hay naciones sojuzgadas, tribus explotadas, razas oprimidas, religiones diezmadas. Pertenezco a un pueblo errante al que se intentó hacer desaparecer de la tierra ante la mirada cansina de los poderosos. Pero, que no me eleven el tono con el nacionalismo judío, las tierras redimidas y los pueblos elegidos, conmigo eso no va. Con frecuencia el vengador imita al opresor.
La fiesta patria del otro día mostró que se puede vivir, un par de días, sin la famosa crispación. Millones de personas salieron a la calle sin heridos, ni robados, ni escrachados. Por lo visto, hay gente que no sólo participa activamente de la protesta en una ciudad que está cortada, sublevada, irritada, destrozada, de lunes a lunes, sino que hay unos cuantos que pasean sin aplastarse los unos a los otros.
Y, todo eso, no fue por una gracia divina descendida en la Basílica de Luján ni en la Catedral de la avenida Rivadavia, ni fue el fruto de una reflexión profunda que debemos agradecer a los historiadores, y menos por la dádiva de un “Estado papá” que decidió hacerle una ofrenda al niñito pueblo de acuerdo a un cierto periodismo. No estamos en la Rusia zarista en la que los campesinos le decían al jerarca “papacito”.
Sino a que no estuvieron presentes las famosas organizaciones que con sus micros ocupan plazas, esquinas, calles y salen por la televisión. El Bicentenario no fue el día de la Patria, sino el día del Individuo. Sí, me refiero al pequeño hombre sin destino de la Ciudad de Buenos Aires y de su Conurbano, que salió solo, con su novia, con amigos o en familia. No sacó las banderas, no gritó ni viva ni muera Mongo, y se fue a comer un pancho lo más pancho, vio desfilar a militares y civiles, y escuchó el canto de folcloristas y rockeros.
Muchos se preguntan si, de ahora en más, cambiará la Argentina como si el país fuera él también un individuo. No lo es, el país es un malentendido. Las patrias son un malentendido que se quiere esclarecer a fuerza de golpes, de enemigos, de héroes, de sentencias, de efemérides, de banderazos, de fronteras.
Claro que existen las fronteras, nadie las niega, aunque se desplazan siempre. No soy de los que bregan por un mundo sin aduanas y sin idiomas. Algo sé de economía y de política como para soñar con un mundo feliz transitado por turistas sin pasaporte y mercancías, sin etiqueta de origen. Dejemos eso para dandys anacrónicos de universidades privadas. Las tradiciones y los particularismos de los pueblos le dan color y sabor a la vida, no pido un mundo gris y mezclado como un guiso, aunque tampoco estaría mal si se lo condimentara con mucho comino. Sarmiento –un argentino mestizo, desde la raíz hasta la copa– decía “crisol”.
Para asegurarse de las virtudes de la mezcla, miren, o escuchen, a los negros con el jazz, a los hindúes con sus notebooks, a los chinos con sus arquitectos y a los romanos imperiales con la cruz. Mirémonos a nosotros mismos con la ropa del gaucho, el tango, el fútbol y el Barrio Chino. Para no hablar del locro. Todo lo bueno es el resultado de invasiones foráneas deglutidas en cocinas locales.
Se viene el Mundial. La patria tiembla. Ya podemos padecer la publicidad de gaseosas, entidades financieras, bebidas con espuma, electrodomésticos y rodados varios, mostrando energúmenos excitados al son de una música sensiblera que podría emocionar hasta un cactus. ¡Arrrrrrrrrgggggggggentina, carajo!, grito maula de abanderados que el 12 de junio enrojecerá nuestras gargantas albicelestes.
Les aseguro que si hay un hincha de la casaca nacional, es este que aquí escribe. No sólo hincha, sino estudioso de cada jugador de la Selección, erudito en tácticas, un insomne que diagrama jugadas en la previa del partido, un escucha de todos los comentaristas y relatores, un memorioso que les puede hablar del Mundial de Carrizo, Corbatta y Cruz como aquel de Wolff, Perfumo y Yazalde, un candidato a ganar una millonada si participara de un programa de preguntas y respuestas sobre la Selección nacional, autor de textos sobre el verso de Menotti, las patadas de Bilardo y las iluminaciones de Borghi (Página/12, 5 de febrero 1989), un crítico de las formas de desprecio que nos regala cada vez que se despide Marcelo Bielsa, un feligrés de Daniel Willington, un admirador de Héctor Enrique –el Sargento Cabral del equipo campeón mundial– un elegido que vio debutar al Diego en aquel segundo tiempo de los “Bichos” contra Talleres de Córdoba. Todo este curriculum para decir que me convierto así en un ser dispuesto a sufrir, porque se viene la final, para quien cada partido será una final, cada pase una final, en fin, un vía crucis.
Pero si me veo venir al triunfalismo patriotero que ante la derrota explota con la bronca contra la FIFA y algún referí belga, contra los brazucas y los gallegos, un rencor feo de mal perdedor y campeón moral que culpa al paludismo africano, al monopolio Clarín, al rey de la soja, al marcador de punta coreano, a Messi porque no corre; o si por uno de esos milagros nos va bien, nuestra felicidad mansa se ve taponada con los bocinazos y los gritos que serán el preludio de la orden de arrodillarnos en agradecimiento a “Néstor 2011”, mientras se arma un clamor eufórico con bombos y petardos para después ir al Obelisco rebautizado Don Julio…( no De Vido), bueno, no sé, espero que la sana alegría del pueblo no sea así. De todos modos lo que más me gusta no es ése circo de desencajados, sino ver que el día después hay un sol tibio, lindo, amable, sonriente, en homenaje a San Diego de Villa Fiorito.
En los dos últimos mundiales la tristeza fue profunda. El comportamiento de los hinchas manifestó una bondad sublime. Bielsa y Pekerman jamás fueron molestados ni padecieron reproche alguno. Los jugadores tampoco aunque se quejen. Sufrimos con altura. Eso también es amor.
Sin embargo, no deseo un amor correcto, sino luminoso. Un amigo ya fallecido me decía que lo que más le importaba cuando hacía el amor es lo que compartía con su amante después del orgasmo. No es un amor en tiempos de cólera. En caso de victoria que el nuestro sea un amor generoso, agradecido, algo melancólico, un sentimiento respetuoso, y si perdemos, el mismo sentimiento, y si no es así, prefiero que gane Uruguay.
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