BAJO LA MARCA DE LA HORMIGA
Le dicen Mono pero su rasgo distintivo es la hormiga, ésa que estampada en paredes, calles y plazas ya forma parte del paisaje urbano. Surgida para evocar la figura y, sobre todo, el trabajo comunitario del militante cristiano Claudio Pocho Lepratti –asesinado por la policía el 20 de diciembre de 2001– se transformó en un ícono que puede verse en rincones de Rosario, en la Plaza de Mayo, en distintas provincias argentinas y en la ruta del Che en Bolivia. Allí el letrista Rodolfo Mono Saavedra fue convocado para dejar su huella, que entiende como símbolo de una lucha continuada, como un desafío a las ausencias forzadas. Igual que sus hormigas, Saavedra vive en la calle. Nació en Santa Fe, creció en Vera y llegó a la cuna de la bandera en 1991 buscando trabajo. Empezó como letrista y más tarde lo empleó una firma de cartelería comercial, lo que le permite viajar por distintos puntos del país. En sus ratos libres, aquí y allá, pinta hormigas.
Sus primeras intervenciones callejeras surgieron de la emoción que le provocó ver el video “Cachilo, el poeta de los muros”, del realizador local Mario Piazza. Algo parecido lo sacudió cuando leyó el texto “Pochormiga”, de Gustavo Martínez, dirigente de ATE, en la revista Ángel de Lata. Esa nota, que Martínez escribió para explicarle a sus hijos la muerte de Lepratti, rescataba el trabajo sacrificado y colectivo, silencioso y permanente.
Varios artistas, sobre todo el grupo Trasmargen que organizó el Hormigazo, se identificaron con el concepto y lo desarrollaron. Por eso Saavedra aclara que no es el dueño de la idea. Sin embargo, la constancia de sus pintadas hizo que su hormiga sea la más vista y reconocible. Y que mucha gente se sume a un espacio activo de artistas plásticos que hacen trabajos en ocasiones especiales, como sucedió el 11 de setiembre y este tercer aniversario de la represión.
“La hormiga representa ahora mucho más que al principio. Nació como homenaje a los caídos el 19 y el 20 de diciembre, especialmente a Pocho, un trabajador social”, relata, con las manos todavía sucias de pintura porque la noche anterior a la entrevista pasó tres horas adornando el frente de una casa ocupada. “No conocí a Pocho, sólo lo había visto de lejos en alguna reunión de movimientos sociales. Era un tipo de perfil bajo, siempre con la bicicleta, el termo y el mate”, recuerda el Mono. “Pero conocí a sus hijos, los chicos de Ludueña, de La Vagancia, y amigos que me permitieron descubrirlo”, agrega.
Sus murales ya venían abordando temáticas sociales “como forma de expresión y para abrir cabezas: busco que la gente se quede pensando, imaginen cosas”. A Saavedra le interesa pintar en lugares “donde se construye y lucha, como carpas de protesta, cortes de ruta, fábricas recuperadas”, afirma. Claro que sus insectos también fueron retratados en casas particulares, a pedido de sus dueños. “Están en el espacio público y en el privado, como puntos que se unen. Así como Pocho reunía voluntades yendo de acá para allá con su bicicleta”, se entusiasma.
Aunque vive casi obsesionado con las pintadas –“No puedo parar”, admite– y deambula por el mundo buscando rincones donde estampar una hormiga, la primera que diseñó fue motivo de burla. “Me decían que se parecía a una cucaracha. La verdad es que no tenía forma, era gorda y horrible”, admite. Después de tres años, se multiplicó tanto que su propio autor desconoce la cifra exacta de ejemplares. Y aunque recordara cuántos dibujó, sería imposible hacer un cálculo por lo efímero del soporte: los muros se blanquean, se tiran abajo, se llenan de nuevas consignas.
“Por suerte muchos lugares se conservan. Y si no, lo importante es que alguien lo vio y se preguntó qué significaba. Con eso el trabajo ya está pago”, dice, aunque se queja porque la fiebre del Congreso de la Lengua tapó gran parte de su obra. De todas maneras, Rosario es sólo uno de los escenarios de una movida que se ha nacionalizado. Las hormigas llegaron a Salta, Jujuy, Misiones, Córdoba, Entre Ríos, Mar del Plata, Río Negro y Capital Federal. Allí, la más destacable es la de Plaza de Mayo, donde Saavedra casi va preso por no entregar su pincel. “Era mi sueño dejar una hormiga ahí, en el centro del país, donde también hubo muertos y fue todo muy intenso”, recuerda. “Vino la Federal y me dijo que había cámaras filmando. Yo contesté que ya sabía pero estaba haciendo una tarea, un trabajo. Ahí aparecieron los pibes de Hecho en Buenos Aires (revista que venden los chicos de la calle) y me defendieron. Se pusieron entre la cana y la hormiga, vinieron patrulleros y como 10 policías pero al final la pude terminar, con pintura sintética”, aclara.
Ex militante de un partido de izquierda, Saavedra prefiere al borde de sus 40 otro tipo de tarea política. “Cada vez se abre más el juego y me encuentro con una gama de matices”, sonríe, reivindicando a Rosario como espacio de expresión callejera pocas veces vista en otros territorios. “Imagino mucha gente saliendo a pintar. Las paredes no están para ser blancas sino para llenarse de color, de texto, de mensajes de amor. Las paredes son del pueblo y en ellas se puede expresar lo que está contenido, como un grito”, concluye, acaso hablando de ése grito que Lepratti profirió por última vez desde los techos de una escuela de Las Flores: “No tiren, que hay chicos comiendo”. Y hoy reaparece como memoria viva, no sólo en los muros.
Las pintadas que llegaron a la ruta del Che
Carlos Mono Saavedra volvió hace dos semanas de Bolivia, donde pasó 70 días pintando una multitud de hormigas en la llamada ruta del Che. Era la segunda vez que iba al país vecino, para terminar una tarea iniciada el año pasado, después de que un pintor voluntario lo invitó encantado con una hormiga que vio en zona sur. “Fabio Giorgio me convocó a hacer murales allá y así pude relacionar la lucha de ayer y la de hoy. El Che, que es símbolo e historia en Latinoamérica, con la hormiga como ícono de la continuidad de la pelea”, confía Saavedra con emoción indisimulable.
La ruta parte del punto donde Ernesto Guevara instaló su primer campamento y llega a la escuela donde lo ejecutaron el 8 de octubre de 1967. En distintos tramos fueron pintadas estrellas y hormigas y hasta un “Pocho Vive”. Dentro de la escuela hay un mural, realizado junto con otra artista plástica rosarina, y en una de sus paredes un perfil del Che que forman, entre otras imágenes, el pañuelo de las Madres de Plaza de Mayo y la bicicleta de Lepratti. “En el acto del 8 de octubre de este año se leyó el texto Pochormiga, así que él es conocido allá y eso sienta un precedente”, explica Saavedra.
Aunque es uno de los artífices de un mito que crece sin pausa, el Mono pone cuidado en recordar que “a Pocho no hay que levantarlo demasiado porque era una persona de carne y hueso, como cualquiera de nosotros. Hay que rescatar su obra, para que no se vuelva inalcanzable. Existen muchos Pochos y por supuesto puede haber más”, termina.
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