Nosotros y los límites invisibles
Dos hechos distintos, bien distintos, nos desnudaron en nuestra infinita capacidad para violar la intimidad de las personas, atropellar el dolor ajeno, o adelantar los tiempos y las formas en procesos que requieren otros tiempos, otras formas.
No se trata de una acusación. Se trata de abrir el debate sobre nuestros límites a la hora de informar, si es que informar es lo que perseguimos. Si es que nos interesa informar. Porque puede que nos interese más llamar la atención del lector/oyente/televidente a cualquier precio. O que nuestro propio monstruo hambriento de morbo, nos demande corrernos a lugares alejados del buen gusto, de la conciencia sobre la razón de nuestra labor.
No quiero,ni me autorizo a dictar ningún manual de estilo periodístico. Lejos de eso propongo que abramos un debate sincero sobre los límites invisibles que nos impone el sentido común.
No es razonable que ninguna madre, abuela, tía o hermano se enteren por radio, de la muerte de un familiar. No. Mucho menos cuando el propio Estado dispone de mecanismos para contener e informar en la forma adecuada a esas personas, con profesionales de la salud mental.
No es razonable que relatemos la desaparición de un chico con el tono de un partido de fútbol. Ni que abramos micrófonos a cualquier persona que diga cualquier cosa a cambio de un segundo de fama.
Hacemos daño, aun cuando no queremos hacerlo. Lastimamos, creyendo que nuestro compromiso con la información es un ejercicio de humanidad pleno.
Nuestros límites están ahí. Y es imprescindible que los veamos, todos.
Con el chico muerto en Arroyo Leyes ocurrió eso. Y lejos estoy de condenar a quienes cayeron en los errores, que creo, cometieron. Lo que reclamo es que lo vean. Para que el daño no sea mayor. Para que nuestra función se cumpla adecuadamente, cada uno con su estilo, cada cual con sus prioridades, pero que nunca terminen lesionando a quienes ya están sufriendo una circunstancia dolorosa.
Con la “aparición” de Guido Carlotto también cometimos errores. Es cierto: la responsabilidad principal recae en quienes dejaron filtrar el nombre de Ignacio antes del tiempo que correspondía.
Pero los periodistas enseguida nos encargamos de viralizar sus fotos, sus gustos, sus cuentas de redes sociales, y los medios porteños fueron a fondo, invadiendo el terreno sagrado de la privacidad, olvidando que en la información, enteraban a mucha gente que debían enterarse en la intimidad de los cambios bruscos que se iban a producir en sus vidas. Con la calma y la mesura que requieren este tipo de comunicaciones.
Hicimos daño, manchando un proceso feliz.
Curioso. Cuando nos extralimitamos, somos capaces de profundizar el horror o arruinar un momento feliz.
Escribo esto algunos días después de haberlo pensado. Esperé que la calma me permita comprender que nadie, en su buena fe, es capaz de calcular el daño colateral que ocasionan los abusos.
Se trata, simplemente, de volver a preguntarse para que hacemos esto que hacemos. Que buscamos y cómo concluimos nuestra función en cada caso.
Porque nosotros no somos los protagonistas de la información. Y eso parece perderse de vista. Y ahí, está el límite.
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