PASARÁ 16 AÑOS PRESO POR EL CRIMEN DE SU MUJER
Una sórdida historia parece llegar al final con la condena a 16 años de prisión que el juez Julio Kesuani aplicó a Carlos Ramírez, un hombre de 55 años que en noviembre de 2001 mató a su esposa, además madre de su hijo de siete años. La familia vivía sumida en la miseria, ella padecía cáncer y él no pudo soportar la situación ya que había perdido a su primera pareja por una enfermedad terminal. Entonces ultimó a la mujer, intentó sin éxito suicidarse y estuvo “perdido” seis meses, vagando por la ciudad, hasta que se presentó en Tribunales.
Fue procesado por homicidio calificado por el vínculo, delito castigado con prisión perpetua. La Fiscalía, que había pedido esa pena, apeló porque el juez optó por una sanción menor.
La muerte de Clara Frávega, de 47 años, fue descubierta por su sobrino. El 16 de noviembre de 2001 el joven de 28 años concurrió a la casa de sus tíos, en Rueda al 1800, porque hacía días que no se sabía de ellos. Como nadie le respondió, entró con una llave que llevaba encima para encontrarse con un escenario dantesco. De la vivienda emanaba un hedor nauseabundo (el deceso se había producido tres días antes), casi todas las habitaciones estaban desordenadas y manchadas de sangre y en el suelo yacía Frávega, cubierta con una frazada.
El sobrino cerró la puerta tras de sí y convocó a la policía, que comenzó la investigación con Ramírez como principal sospechoso. Aunque tenía pedido de captura, el hombre se presentó espontáneamente el 10 de mayo de 2002, seis meses después de haber golpeado a su esposa de tal manera que le provocó un traumatismo de cráneo.
A esa altura, los investigadores habían reconstruido el caso en base a una carta que Ramírez dejó en la cocina de la casa y a los testimonios de su entorno. Del expediente surge que el hombre había quedado desocupado tras trabajar 26 años en la Fábrica Militar de Fray Luis Beltrán. Luego abrió una dietética, que debió cerrar porque no funcionaba. Tras enviudar de su primera esposa, quien falleció por diabetes, se casó con Frávega en 1990. Cuatro años después nació su hijo, pero la mujer ya tenía una enfermedad ginecológica que derivó en un cáncer de útero. Ramírez había intentado suicidarse y hasta estuvo internado en un psiquiátrico, de acuerdo al sumario.
Su precaria situación económica era motivo de depresión, por eso varios allegados habían tratado de ayudarlo. Pero él sufría por la falta de trabajo y por no poder mantener a su familia, que terminó disgregada trágicamente a fines de 2001, época en que la crisis social y la desocupación azotaban con crudeza a la Argentina. El 13 de noviembre visitó a su hermana y le contó que la salud de Frávega empeoraba. Le pidió que se encargara del hijo porque acompañaría a la mujer al hospital Centenario; agregó que si anochecía lo buscaría al día siguiente. Como no regresó ni llamó más, su sobrino intentó ubicarlo directamente en el domicilio.
Allí la policía encontró una nota que le había dirigido a su hermana: le pedía que cuidara al nene y que le perdonaran lo que haría. “Hablaba de un gran desprecio, que andaba mal económicamente, además su esposa tenía cáncer terminal y él la veía sufrir mucho, por eso tomaba esa decisión, no soportaba perder una segunda esposa”, contó un testigo que accedió a la misiva. Los detectives supusieron que Ramírez había intentado suicidarse tres veces después de cometer el homicidio: con el gas de la cocina, colgándose con una soga y cortándose las venas. Lo buscaron por todos lados y conjeturaron que había optado por arrojarse al río.
El 10 de mayo siguiente el juez de instrucción Juan José Pazos lo indagó. El hombre se presentó, según dijo, enterado de que la policía lo buscaba y queriendo saber los motivos. No recordaba sus datos personales ni qué había pasado con la esposa, solamente la imagen de una tarde de diciembre en que estaba sentado en el parque Independencia con fuerte dolor de cabeza. Tenía las muñecas ensangrentadas, entonces preguntó por un hospital y logró llegar al Centenario. En la guardia conoció a un hombre que dormía en la estación de colectivos y se fue con él. Hasta el momento de su presentación espontánea dormía en la terminal. “No entiendo por qué no me detuvieron, si en la estación pasan policías”, preguntó.
Durante esos seis meses pasó la mayoría de sus días en la estación, en el Monumento y en el Patio de la Madera, alimentándose en comedores comunitarios. Hasta que en la calle un desconocido le reveló que la policía lo buscaba. Por la tarde fue a Tribunales pero le dijeron que volviera al día siguiente. Lo hizo y estuvo dando vueltas de defensoría en defensoría: como le explicaron que no podían hacer nada en su favor porque le faltaba el documento, se fue.
Por tercera vez Ramírez regresó al tribunal, según él mismo relató en su indagatoria. En un pasillo se encontró con una abogada conocida que se ofreció a asistirlo. Desde entonces está preso.
La abogada pidió su absolución por falta de “pruebas contundentes” de que Ramírez haya asesinado a su esposa. Eventualmente, solicitó la declaración de inimputabilidad porque, desde su perspectiva, no comprendió la criminalidad del acto ni pudo dirigir sus acciones al momento del hecho.
La junta médico forense dictaminó exactamente lo contrario, aunque certificó tanto la amnesia como la neurosis que padece el imputado. En esto último se basó el juez para atenuar la pena e incluir en la condena la imposición de un tratamiento psicológico.
La causa demoró cuatro años y medio en llegar a fallo porque al prolongado tiempo que Carlos Ramírez estuvo prófugo se le agregaron una cantidad de diligencias, muchas relacionadas con su salud mental. Una de las más conmocionantes fue la intervención de una psicóloga que había entrevistado al hijo de Ramírez y Frávega. Sobre la muerte de su madre, el niño dijo que la mujer “se había caído y golpeado con un objeto punzante , que la había visto toda ensangrentada y que el padre le había pedido que no dijera nada a nadie”, consta en el fallo. El nene “en ningún momento incriminó a su papá. Es más, en ese momento lo estaba esperando porque no sabía dónde estaba, suponía que estaba trabajando con los inundados de Santa Fe”, agrega la sentencia. La psicóloga concluyó que dudaba sobre la dinámica y el por qué del hecho, no sobre el autor.
EL ESPEJO DEL HORROR
El crimen de Clara Frávega conmocionó la crónica policial de ese momento. Quizás porque era noviembre de 2001 y los pasos agigantados con los que la crisis económica avanzaba sobre la clase media argentina hacían temer que esa familia, cuyo único destino fue la muerte, era en lo que podría convertirse cualquier otra que contara sólo con un rasgo similar de desesperación ante la falta de recursos y de oportunidades.
La recesión transitaba el mes número 43, y la esperanza era algo que ya habían abandonado muchos de las personas que ya no contaban con un sueldo ya que, como Carlos Ramírez, habían sido despedidos de su trabajo, el que en su caso durante 26 años fue su fuente de ingresos.
Como todo desempleado, intentó lo típico: el quiosquito en el garaje de la casa, que tampoco resultó. Y ahí terminó todo. La indemnización se esfumó y también el futuro.
Fue cuarenta días antes del diciembre trágico, de que la gente saliera a la calle, del cacerolazo, de que sucedieran cinco presidentes en una semana, de que el riesgo país apareciera por primera vez en escena marcando un indicador que ya no importaba qué significaba en realidad.
Ramírez y Frávega fueron protagonistas de una historia que transitaron muchos argentinos, sólo que con un final mucho más trágico.
LA MARCA DEL DOLOR
La vivienda de Rueda 1889, un típico chalecito de clase media, parecía una casa normal desde afuera, pero en su interior el paso de la crisis no logró dejar en pie ni a la propia familia que lo habitaba.
Los vecinos recordaban a Clara Frávega como una mujer amable, de pocas palabras. Pero los que vivían más cerca de la casa tenían un recuerdo más áspero; los ensordecedores gritos de la mujer por las noches. Algunos pensaron, en un comienzo, que esa mujer era víctima de maltrato familiar. Pero la realidad sonó con un eco gélido en el rostro de las pocas que escucharon de boca de la propia mujer la causa de sus gritos. El dolor que le provocaba el cáncer que padecía ya no la dejaba dormir.
En el garaje de la casa todavía estaban los restos de lo que representó el último intento de la familia de sobrevivir tras el despido del jefe de hogar de su trabajo: una dietética que cerró poco días antes del homicidio. Ya no tenían heladera y el único alimento que conservaban en las vacías alacenas era sólo un tarro de café.
También quedaron los indicios, tras la muerte de la mujer, de los tres fallidos intentos de suicidio que protagonizó el jefe de hogar cuando su mujer estaba ya sin vida: las hornallas de la cocina abiertas, la soga colgada, y un reguero de sangre que emanó de sus muñecas y llegaba hasta la calle.
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