Tocar el cielo con las manos
Los cardones señalan el cielo azul con sus dedos pinchudos. El viento hace artesanías tallando cerros de cumbres de nieve. El sol se entromete por donde las montañas lo dejan y salpica rayos que forman tantos colores como ningún arco iris pueda albergar. La Puna hace saber de su presencia soplando los oídos. Las nubes más bajitas forman copos azucarados al alcance de las manos y los niños los quieren tocar.
Los arroyos descienden dejando huellas de caracol en los valles. Las piedras milenarias se cuentan como un anciano podría contar sus minutos vividos. Las llamas, dueñas de la comarca sin título de propiedad, levantan el cuello altaneras. Los restos de los alisos que no crecen más denuncian el paso del hombre, también por las alturas. Si todo esto se ve y se siente, es porque uno está a bordo del Tren a las Nubes.
Ahora, cientos de vericuetos me visitan la razón. Es que, no soy creyente, de modo que pienso que todo esto se ha hecho por sí solo, un día de antojo, como se hacen los pibes de la calle o las grandes cosas. Y de a ratos supongo que todo esto no puede ser verdad. Y que si no es cierto tanta hermosura estamos transitando una puesta en escena. O que, muchas veces, la puesta en escena y la verdad son la misma cosa, una manera de llamarle a los que unas veces vivimos, otras suponemos vivir. Esas que acá viajan juntas en un convoy.
El tren a las nubes es uno de los que más altos llegan en el mundo. Tan alto como la visión del Ingeniero Richard Mauri, que lo pensó y comenzó a ejecutarlo en 1921, por encargo de Hipólito Irigoyen. Perón, en el ´48, concluyó la creación mayor de Mauri. El andar del tren cesa para rendirle homenaje a este yanqui visionario que se enamoró de su obra y nunca más volvió a vivir a los Estados Unidos. Donde yace el ingeniero, suena –para saludar- la bocina de la locomotora que empuja otros siete vagones. Más anónimos e igual de importantes, también hay cementerios de obreros, aunque sus nombres no figuran en los folletos.
Ya hace rato que han pasado las 7 de la mañana, de modo que ha quedado atrás la partida en la Estación de Salta, como también Cerrillos, Quijano o la Quebrada del Toro, donde comenzó el ascenso hacia los 4.200 metros de altura sobre el nivel del mar. El merchandaicing del tren hace notar la mano privatizadora. En el 92, tras dos años de no subir hacia ninguna nube, una UTE (Unión Transitoria de Empresas) se hizo cargo del servicio, en los tiempos menemistas, cuando lo estatal era una mala palabra.
Paralela a la vía ferroviaria corre la ruta 51, que une Salta con Chile, la ruta del transporte de minerales y de turistas que miran y saludan al tren. En los sitios donde las montañas no se pueden saltar, la ingeniería le asesta puñaladas hechas túneles para que el tren siga. Donde hay que subir demasiado se crearon sistemas de zigzag o rulos ferroviarios para que cruzar al Pacífico sea posible. Sin embargo, por hoy sólo iremos hasta La Polvorilla, el viaducto que muestra al tren suspendido como un malabarista en una cuerda, casi tan alto como las cumbres más empinadas.
Van, esparcidas en ocho vagones, 500 personas que han pagado cerca de 200 pesos a Tren a las Nubes, la empresa que conforman La Veloz y Dinas, concesionaria del servicio. La mayoría es extranjera. Turcos, canadienses, españoles, holandeses, alemanes, japoneses, conforman la torre horizontal de babel que atraviesa el cielo. Todos quieren tocar el cielo con las manos. Y allí estamos. El viaducto La Polvorilla se ofrece a los ojos que no lo pueden albergar todo.
Algunas piernas se doblan por los efectos de la altura y alguna moral cristiana también, por los efectos de los artesanos, coyas pobres que ofrecen su mercancía a cambio de un dinero que no será más que para la resistencia a un clima de 20 grados bajo cero en invierno y de varios siglos de omisión oficial durante todo el año. Explotan los flashes y alumbran las cámaras pero nada alcanza para explicar tanta belleza.
Un rato después, el tren está en San Antonio de los Cobres. Los lugareños invitan con empanadas de cordero, cambian piedras por caramelos, venden ponchos de vicuña o llamas y resisten a esos gringos que los miran como si se tratara de un zoológico. Ahora la organización del viaje llama a la patria a cumplir con un deber: se iza la bandera argentina y se canta Aurora en el pueblo donde una multinacional que explota la sal le paga 250 pesos por mes a los obreros por una jornada de 15 horas.
Otro bocinazo anuncia la partida del tren hacia su punto de origen. El servicio ofrece más gorritos y más gastronomía, guías afables y bien entrenados y tubos de oxígeno contra la altura. Todo será bien empleado, porque las 15 horas que demanda la excursión son tan gratificantes como extenuantes. Un dúo de guitarras canta zambas y chacareras para deleite de los forasteros y otro ofrece música del altiplano para cerrar una jornada redonda. Abajo ha comenzado a llover, pero quizás sea otra puesta en escena. Es que, después de visitar la maravilla del Tren a las Nubes, el paisaje de la Puna o la obra de Mauri, todo puede ser. O no.
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